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01 October 2019

Creciendo sin frustraciones



Lo más natural es que los padres quieran proteger a sus hijos para que se encuentren libres de dolor, hambre, frío y cualquier tipo de estímulo negativo en general. Sin embargo, no hay nada más natural que sentir todas estas sensaciones, ya que son las maneras en que nuestros cuerpos nos alertan y han llevado a los humanos al desarrollo de herramientas, al ingenio, al trabajo en equipo y a explorar el mundo en general. ¿Qué pasa con un ser humano al cual no se le permite sentir?

Hay diferentes efectos que esta necesidad de los padres de ver a los niños siempre cómodos y felices. Encontramos niños inapetentes, quienes al tener constantemente a un adulto ofreciéndoles comida, no encuentran ningún gusto en ella, y alimentarlos se vuelve un proceso agotador tanto para el niño como para el adulto. La comida adquiere un significado aburridor y es preferible evitar los momentos de alimentación.

También se ven aquellos niños enfermizos, constantemente con pequeñas gripas y alergias que, en un círculo vicioso, los van aislando más y más de entornos naturales. La sobreprotección al frío, al polvo y a la suciedad tiene como consecuencia personas con bajas defensas y muy propensos a enfermarse. Se asume una debilidad que no sólo pasa a ser parte de su ser corporal, sino sobretodo de su personalidad. Asumir retos, probar cosas diferentes o enfrentarse a cualquier estímulo por fuera de su entorno seguro cada vez le producirá más estrés, logrando por lo tanto un resultado inverso a lo que los padres podrían desear al protegerlo.

Siendo así, más allá de las afectaciones físicas, un niño que es criado sin frustraciones y sin sensaciones negativas es un niño que va a crecer con aun más frustraciones y sensaciones negativas. La consecuencia se vuelve justamente lo que se intenta evitar. Cuando, por ejemplo, en un paseo familiar se riegue el agua y el niño deba sentir sed por unas horas, o la comida se demore en llegar y deba sentir algo de hambre, no sabrá cómo asumir esta nueva sensación incómoda y seguramente, sin saber si quiera cómo liberarse de ella, no encontrará en los alimentos un alivio a su malestar.

Sin entender que sólo en su propia acción puede liberarse de la sensación, seguramente culpará al adulto, al proveedor incondicional de felicidad. Esto implica un ser humano que no se siente capaz de resolver por sí mismo sus problemas, que no es capaz de atenderse y de salir adelante por sí mismo de situaciones de estrés. Es así como ese pequeño niño, por quienes todos se desviven para que esté seguro, crecerá inseguro de sus propias capacidades.

Para poder aprender, hay que permitir incomodarse un poco. La muy conocida gráfica sobre el aprendizaje se puede entender desde una edad temprana. Si se crea una zona de confort libre de frustración, libre totalmente de estrés, esta zona se vuelve el único mundo del niño. Esta zona es además muy pequeña, ya que se vuelve inadmisible en algunos casos hasta demorar algunos minutos la preparación de los alimentos, o dejar abierta una ventana para que corra el viento fresco. La zona de confort, una zona minúscula, un nido que, aunque lleno de amor, no da lugar al aprendizaje.

 

Para poder aprender, debemos tener la posibilidad de salirnos de esta zona, de incomodarnos, de frustrarnos, de fallar, de caer. No quiere decir esto necesariamente que aprendamos sólo de los golpes, pero es necesario que exista la posibilidad de que podamos llegar a golpearnos para que aprendamos tanto a evitarlo como a superarlo.

Una vez pasada la zona de aprendizaje, puede llegarse al límite del miedo, al límite de la incomodidad y entrar en una zona de pánico. En este momento, puede que el estímulo ya sea tan grande que no pueda procesarse, que paralice, que lleve a dejar de pensar y a volverse instintivo. No necesariamente queremos llevar a los niños a este punto, pero sí saber que, si llegase a ocurrir, ellos hayan desarrollado herramientas a través de las pequeñas incomodidades para poderlo afrontar. Esta zona es también llamada la zona mágica, ya que es el lugar donde se es capaz de lograr cosas que podrían parecer imposibles o inalcanzables en principio.

Permitir sentir un poco de hambre, frío, frustración y dolor no hace a ninguna persona un mal padre. No lo hace amar menos. Lo hace humano y le permite igualmente a su hijo serlo. Así, le está dando herramientas, le está empoderando, le está permitiendo investigar por sí mismo, tomar decisiones, volver sobre sus pasos y entender cómo puede hacerlo mejor. Le está enseñando que puede valerse por sí mismo y que confía en su capacidad para resolver sus problemas, que está ahí para apoyarle y acompañarle en esas pequeñas frustraciones, pero que sabe que puede empezar a resolverlas, así sea diciendo simplemente “ma, tengo hambre”.

 

 

Por Gabriela Ramírez Vergara

Directora Tinta